DESPERTA FERRO: LEOVIGILDO. REY DE LOS HISPANOS
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DESPERTA FERRO: LEOVIGILDO. REY DE LOS HISPANOS

SOTO CHICA, JOSÉ

Es curioso el destino de los pueblos germanos. Durante la Edad Media, los vikingos fundaron asentamientos en la inhóspita Groenlandia; cultivaron el arte de las sagas, semejantes a la novela moderna; practicaron la religión de Odín y la de Cristo; sus naves alcanzaron el continente americano. Todo esto pasó inadvertido para la historia universal y apenas se menciona como una curiosidad. Muchos siglos antes, los visigodos realizaron gestas paralelas: derrotaron a los orgullosos romanos y fund...

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Editorial:
DESPERTA FERRO EDICIONES
Año de edición:
2023
Materia
Libros - histórico
Otras materias
DESPERTA FERRO
ISBN:
978-84-127166-5-8
Páginas:
352
Encuadernación:
Rústica
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Es curioso el destino de los pueblos germanos. Durante la Edad Media, los vikingos fundaron asentamientos en la inhóspita Groenlandia; cultivaron el arte de las sagas, semejantes a la novela moderna; practicaron la religión de Odín y la de Cristo; sus naves alcanzaron el continente americano. Todo esto pasó inadvertido para la historia universal y apenas se menciona como una curiosidad. Muchos siglos antes, los visigodos realizaron gestas paralelas: derrotaron a los orgullosos romanos y fundaron un nuevo reino: Hispania, dictaron un código de leyes que perduró hasta el siglo XIX, practicaron la religión de Arrio y de Roma, lucharon contra los ejércitos del lejano emperador de Bizancio. También el devenir histórico los entregó al olvido y los visigodos se convirtieron en una curiosidad para especialistas. Incluso el conocimiento de los nombres de sus reyes se propone hoy con sorna como ejemplo de inutilidad. Borges decía con acierto que los pueblos tienen su destino y que el destino de los pueblos germanos es parecido a un sueño. Sin embargo, acaso más que de ninguna otra, la historia de España surgió de esa ensoñación.

En raras ocasiones, el drama de un individuo coincide con el drama de un pueblo. En este libro, el más completo que se haya escrito acerca del tema, se recoge la vida de uno de los reyes de esta lista proscrita, Leovigildo, vida que es también la de Hispania, reino al límite entre Roma y Germania, entre la Antigüedad y la Edad Media, entre el poder y la
anarquía. Iba a cumplirse el centenario de la caída de Roma y nuevos caudillos combatían entre los escombros de la civilización. En consecuencia, se nos dice que «nació Leovigildo en un mundo catastrófico de frío, guerra y hambre». Se trataba de un hombre al límite, que ignoró el descanso y se entregó a la práctica de las artes destructoras (el autor, certadamente, llama a la guerra «el arte del engaño»). Así, en los dieciocho años que duró su reinado en solitario, solo tuvo un año de paz.

Acaso el lector podría juzgar por esto que era un hombre atroz y despiadado. Sería inexacto. No lo fue más que los otros monarcas y probablemente lo fue menos. El emperador Justiniano no dudó en aniquilar a treinta mil partidarios de los equipos Verde y Azul en el hipódromo de Constantinopla, quienes, a su vez, habían sembrado la ciudad de muerte y destrucción durante una semana. Los reyes de Austrasia y Neustria –vinculados con Leovigildo a través de su mujer, Gosvinta– se entregaron con desenfreno al exterminio y tortura de sus familias. Etelfrido de Bernicia (uno de los plurales y efímeros reinos de Inglaterra) asesinó a mil doscientos monjes que rezaban por la victoria de sus enemigos, de donde se infiere que era hombre piadoso, pues creía en la eficacia de la oración. El libro señala magistralmente que «en el siglo VI no se toleraba la debilidad».

Dicen los Proverbios de Salomón que «la altura del cielo, la profundidad de la tierra y el corazón de los reyes son inescrutables». Sin embargo, mediante la lectura de esta obra, atisbamos una idea –o mejor, una obsesión– que guía la conducta de Leovigildo: la unificación de Hispania. Apenas hay una nación que no haya soñado a lo largo del tiempo con recuperar la unidad, esto es, revertir la descomposición que el tiempo impone: en Irlanda, el alto rey Brian Boru la
alcanzó con su vida y la perdió con su muerte. En China, son célebres los casos del primer emperador y de los Tres Reinos. En Leovigildo parece como si todos sus esfuerzos y acciones estuvieran encaminados a este único propósito. Destruía para construir algo más resistente. No era el único en el siglo VI. En Bizancio, el emperador Justiniano intentó conjurar la destrucción del mundo antiguo recuperando los territorios del Imperio romano de Occidente. Así fue como el sur de Spania se convirtió de nuevo en provincia romana. Por su parte,
Leovigildo quiso hacer frente al caos del mundo ordenando su reino. Así, en torno al año 570, desató contra el Imperio romano de Oriente su primera guerra. Toda esta campaña, con sus intrigas políticas y su decurso bélico, está perfectamente descrita. Aduciremos tan solo una consideración. Ese mismo año, en La Meca, muy lejos de las cortes bizantina e hispana, nació Mahoma, profeta del islam. Es decir, al
mismo tiempo empezaron a actuar dos fuerzas históricas: una que buscó la unificación del reino de Hispania y otra que la destruyó casi un siglo y medio más tarde. Cuando estos paralelos acontecen en la
épica o en la novela, sentimos la presencia del destino; cuando acontecen en la historia, los llamamos coincidencia.

A continuación, se narra que Leovigildo tuvo una actividad bélica anormal. El ataque a Bizancio fue solo el comienzo de una larga serie. Citemos solo algunos casos de cuantos vienen detallados: se dirigió contra el reino de los suevos, en el noroeste. Luego contra
Corduba, Sabaria, Cantabria, Aregia y la Oróspeda. Hizo frente a rebeliones de ciudades y rebeliones de aristócratas y a la traición de sus familiares. Hermenegildo, su hijo mayor, asociado al trono y gobernador de la Bética, se rebeló contra su padre e intentó secesionar gran parte del reino.

Por aquel entonces no había un único tipo de cristianismo (en realidad, y a pesar de las pretensiones romanas, nunca lo ha habido). Los cristianos hispanos se distinguían entre católicos y arrianos. Los primeros creían que la relación que vincula al Hijo con el Padre era la generación en la eternidad; los segundos creían que dicha relación era de creación. Leovigildo era arriano –lo que quiere decir que todos los cronistas le son adversos, puesto que no han llegado a nuestros días crónicas arrianas de este periodo–, aunque no era dado a las sutilezas de la teología y mantuvo una política de tolerancia. Por el contrario, Hermenegildo se convirtió al catolicismo y se alzó en armas. En realidad, no se trató de una cuestión religiosa, sino de algo mucho más antiguo que aparece en la vida de múltiples gobernantes: un príncipe se rebela contra su padre para descubrir que no era mejor que él y que con la derrota ha perdido el trono que hubiera alcanzado sin hacer nada.

Este episodio se nos relata con todos sus entresijos políticos y militares, nacionales e internacionales, personales y familiares. Pero lo más destacable es que Leovigildo, en contra de su costumbre, tarda en reaccionar. Por primera vez, lo vemos titubear y asoma ante nosotros no ya un rey combatiente, sino una persona que se debate entre la idea rectora
de su vida y el amor a su hijo.

Cuando logra reaccionar nos queda claro que Leovigildo, al igual que sus antepasados, pertenecía a la casta de los guerreros. No obstante, y a diferencia de nuestra época contemporánea, la especialización
no volvía inútil para las demás materias. En medio del naufragio del mundo antiguo fundó dos ciudades: Recópolis y Victoriaco; fue el único monarca germano que lo hizo. No ignoraba la importancia de los
símbolos. Fue el primero en adoptar la diadema, el cetro y el protocolo del trono, hasta entonces reservados al emperador, rey de reyes. Acuñó moneda y mantuvo el uso de las calzadas.

El libro es perfectamente veraz y estricto en el manejo de las fuentes, pero, lejos de incurrir en el frío mecanismo narrativo de las obras históricas, tiene el acierto de no rechazar los momentos líricos y heroicos. El autor es consciente de que reconstruir la historia es, de alguna manera, cantarla. Se relaciona con el pasado como un historiador riguroso, ciertamente; pero también como un escaldo, los antiguos poetas nórdicos, cuya misión era cantar las batallas para que perdurasen en el recuerdo. Permítansenos algunos ejemplos. Así se nos profetiza la traición de Hermenegildo: «El dragón sentado en el trono de Hispania podía ser herido en el corazón», imagen no indigna de los poetas germanos. Para describir cuando Leovigildo entra en combate para sofocar la rebelión, señala: «Aquel día arriesgó su vida como cuando era joven y el acero, codicioso, lo tentaba». La codicia es del rey, pero desplazarla sobre el acero que empuña es propio de los grandes poemas épicos. Además, se afirma que dicha batalla tuvo lugar «en la embarrada orilla del Betis, ahíta de sangre de hombre y caballo». Por último, después de narrar con precisión la muerte de Leovigildo y sus consecuencias, se nos dice, como si se pusiera fin a un cantar de gesta: «Un hombre así merece ser recordado». Estamos seguros de que nada lo hará mejor que este libro.

Luis Gonzaga Roger Castillo
* Profesor de Derecho en la Universitat Oberta de Catalunya, doctor en Filosofía, graduado en Teología, licenciado en Derecho.

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